La política como adicción

Acabo de ver los capítulos ya disponibles en Netflix de una de sus series recientes, The designated survivor. El título es enigmático, y hace referencia a una curiosa costumbre de la política norteamericana. Siempre prácticos, los estadounidenses acostumbran a diseñar planes de contingencia para el worst case scenario, y este es uno de ellos. ¿Qué ocurriría si se desencadena una catástrofe durante el Discurso del Estado de la Unión u otro acontecimiento que reúna al Presidente, miembros del Gabinete, congresistas y senadores en un mismo lugar, de modo que todos mueren? Para evitar que el país quede sin Presidente, se designa a una persona que no asiste a ese evento y permanece en un lugar ignoto para el resto, de modo que pueda asumir la máxima autoridad si llega el (tremendo) caso.

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No es una idea descabellada; en el fondo, en España seguíamos implícitamente un protocolo parecido cuando el Rey y el Príncipe de Asturias viajaban en aviones diferentes. Por cierto, desconozco si el protocolo sigue en vigor o no con respecto a Felipe VI y la Infanta Leonor. Quizá algún lector nos lo pueda aclarar.

Tras esta incursión por la política americana, volvamos a Netflix. Sus productores y guionistas han diseñado una serie-cocktail compuesta por elementos de El Ala Oeste y 24 horas, a las que se han añadido unas gotas de Homeland y otras de la más rabiosa actualidad. De 24 han cogido lo mejorcito, el mismísimo Kiefer Sutherland, en calidad de designated survivor. El Ala Oeste está presente en las reuniones y entrevistas peripatéticas, pasillo arriba, pasillo abajo, aunque por desgracia el staff del Presidente carece del carisma de Leo, Josh, CJ, Sam Seaborn, Toby y, por supuesto, el matrimonio Barlett. La magia de Sorkin tampoco se esconde tras los diálogos, menos brillantes. A favor de la nueva serie, entretenida, hay que decir que la asesora del Presi viste mucho mejor que CJ, la Primera Dama es bastante estilosa, las flitraciones van a Wikileaks y los envenenamientos se producen  con ricino, veneno que los seriófilos aborrecemos después de ver Breaking Bad. En lugar de Carrie Mathieson, lleva el peso de la investigación una agente del FBI, anoréxica y descendiente de Pocahontas (o, en su defecto, de coreanos o japoneses emigrados hace unos cuantos siglos al río Potomac) pero tan intrépida y valiente como nuestra querida y rubia bipolar.

Es toda una experiencia ver al agresivo, hiperactivo, megaimpulsivo, omnipresente y lobo solitario Jack Bauer en calidad de  Presidente Kirkman, ahora hombre inseguro, dubitativo, amable, bajo en autoestima, dialogante y hasta buenista con ramalazos al más puro estilo ZP. También es verdad que, por una vez, Bauer-Kirkman ha encontrado -y mantenido – el amor y las delicias de la vida familiar (esposa y dos hijos), en lugar de llevar  a sus espaldas una tortuosa historia de enamoramientos frustrados, casi siempre por defunción de ella en circunstancias violentas.

Ya en el primer capítulo Kirkman llega, sin comerlo ni beberlo,  a un puesto que ansían muchos seres humanos. Pero en virtud de la Ley de Murphy y de lo complejo de la situación (como siempre ocurre en la Casa Blanca, crecen enanos en todos los rincones) nuestro protagonista no está cómodo en el cargo y prácticamente se pasa los 42 minutos de cada episodio pidiendo perdón por ocupar el Despacho Oval y tratando de sobrevivir a las intrigas de las cañerías del poder de Washington DC.

Atravesamos momentos políticamente turbulentos. Quizá no tanto como en la serie, pero casi. Muchos de los principales países occidentales acaban de celebrar elecciones o las tendrán en breve. En nuestro patio de Monipodio particular, Pedro Sánchez se enfada con Pachi López, Susana con ambos, Errejón con Pablo Iglesias, Rita con Echenique y Bescansa con todos, marcándose un sonoro Podexit y dando un portazo.

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Y es que Bauer-Kirkman es un caso especial. Para un porcentaje elevado de gente  el poder atrae y genera adicción, que solo se calma con dosis mayores (quizá porque su utilidad marginal decrece muy rápidamente, buen tema para un paper de economía). Los concejales quieren ser alcaldes, los miembros de las asambleas regionales diputados, los secretarios de estado ministros y los ministros, presidentes o comisarios en Bruselas.

No descartemos que se trate de un problema de causalidad inversa o de relaciones espúreas. Es posible que el poder aumente la ambición de ascender otro peldaño, sí, pero también que  los que lo buscan y ejercen son ya ambiciosos de natural y están en modo trepa. Subir, entonces, no sería causa sino efecto. Otro bonito tema para investigar, pero que de momento dejamos en standby.

¡Ay, el poder! ¿qué tiene el poder que a todos atrae y a ninguno satisface? ¿Es la droga por antonomasia desde el Homo Sapiens al siglo XXI, pasando por el Conde Duque de Olivares o la pasión de mandar, como subtituló – con bastante mala idea –  la biografía del Valido de Felipe IV su autor, Gregorio Marañón?

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El poder no se detenta sólo en la gestión pública, pero un tema tan amplio debe acotarse, de modo que me centraré hoy en este ámbito. Y, dada su complejidad, trataré de plantear la cuestión desde otro ángulo: ¿por qué se dedica la gente a la política?

Después de darle bastantes vueltas, he llegado a la conclusión de que no hay una única respuesta. De hecho, probablemente ni siquiera una persona responde a una sola intención a lo largo de su vida. Más bien parece que en el individuo se entrecruzan, combinan, entremezclan y, a veces, pugnan motivaciones diversas. Lógico, por otra parte, puesto que el hombre no es una estructura simple en blanco y negro sino un compuesto complejo,  que admite multitud de matices de gris.

Con el fin de sintetizar estableceré algunas categorías (no exhaustivas) de motivos que, en mi opinión, llevan a la gente a la política, dejando claro una vez más que se suelen encontrar entremezcladas y no en estado puro. Los enumeraré de menor a mayor altura de miras.

  1. La pasta, es decir, el dinero, que por cierto no es un gran argumento en España a no ser que se pretenda/pueda robar, o bien que no se disponga de un empleo estable y razonablemente bien remunerado en otro sector. Pese a lo que pueda parecer, no creo que hoy en día haya mucha gente en la política por dinero. Se ha hablado tanto de corrupción en los últimos tiempos (con razón) que creo innecesario extenderme más en este punto.
  2. Lo que lo acompaña. El coche oficial, los secretarios y asesores, los viajes, la fama (no el móvil corporativo, ni el Excmo Sr o Ilmo Sr, que ya no ilusionan a nadie y han dejado de impresionar y/o existir, excepto en las esquelas). Las recepciones (aunque, cuando toca ir a la número 11, resultan por lo general un auténtico rollo). Conocer gente interesante. Lucir modelos. Salir en la portada del Hola como la ministra más elegante, o posar en Vogue merced a un faux pas colectivo de todas las miembras del gobierno. Que te traten de modo obsequioso en los restaurantes. Tener caseta en la Feria, buenas entradas en San Isidro y palcos en la Opera. Estar en el candelero o candelabro (Sofía Mazagatos dixit hace ya años, en expresión célebre que pasó a la Historia), ya sea en prensa, TV o, más recientemente, las redes sociales. Estos últimos aspectos, más atractivos para gente con marcada vanidad o egolatría, fueron eficazmente solucionado por los romanos, siempre sensatos, con el método del esclavo que acompañaba al general victorioso que regresaba a Roma, y que durante su marcha triunfal  le recordaba que la gloria era transitoria. Hoy no hay esclavos en esos cometidos, pero sí un mal día de peinado, unas ojeras, un conjunto desafortunado, un twitter inoportuno, un micrófono abierto o una foto que capta el bostezo en el Parlamento y permiten la vuelta a la realidad de los pobres mortales desde el Olimpo de los Seres Superiores. En todo caso, la política puede cubrir las necesidades de celebridad y famoseo de un porcentaje no pequeño de la población.
  3. Sensación de ser capaz de hacer cosas. Soy poderoso e importante porque puedo hacer un favor a mi ex compañero de colegio. Llamo y casi todos se me ponen al teléfono. Consigo que se hagan las cosas – en mi ciudad, CCAA, departamento, ministerio, país… – como a mí me gustan. Y es que hay personas que se pirran por una portada en El País o una entrevista de Evole, y otras que querrían entrar en Carrefour a comprar tomates y organizar a las cajeras, llegar al banco y diseñar un sistema para reducir las colas ante la ventanilla y pasar la aduana en  Heathrow mientras idean un modelo de aumento de eficiencia de los oficiales de inmigración. Aplicado al trabajo (cualquiera) les gustaría elegir ellos la decoración, el horario, el formato de las reuniones, el diseño de los seminarios, la web corporativa, el dress code, la disposición del aparcamiento, el modo de contestar al teléfono y los menús de la cafetería; lógicamente, también, aspectos menos triviales, como que se delegue poco o mucho y se supervise, controle y monitorice poco o mucho.  En suma, quieren dejar su impronta creativa. No me es fácil enjuiciar hasta qué punto  este tipo de conducta bossy es saludable. Si a alguien se le da bien organizar, posee una dosis sana de autoestima, una inteligencia media o algo superior y experiencia en gestión, es posible o incluso probable que sus soluciones sean apropiadas. Puede poner en valor sus capacidades (perdón por emplear una expresión tan cursi) y aportar su habilidad y  experiencia, y le producirá gran satisfacción percibir que lo aprendido durante el transcurso de su vida sirve para mejorar su país o entorno. Lo dicho se puede aplicar no solo a la competencia en la gestión, sino también a otras capacidades, como la habilidad dialéctica en el Parlamento, la pericia en la negociación, el «encanto» en el trato con la gente y un largo etcétera.
  4. Creer que tu tienes la solución y el país te necesita. Debido a una conjunción planetaria inesperada el mundo necesita urgentemente de tu liderazgo. En realidad, esta es una derivación más o menos patológica del caso anterior y puede haber afectado a gente tan dispar (y en diferentes grados) como  Hitler, Artur Mas, Boris Johnson, Churchill o Pablo Iglesias. No sigo por estos derroteros para no acabar en los juzgados.
  5. Ser muy productivo. Cuando se tiene un gran (por tamaño y calidad) equipo, se trabaja más, se hacen muchas más cosas, y la productividad crece exponencialmente, lo que puede ser, asimismo, muy gratificante para los responsables, hiperactivos, perfeccionistas y cumplidores.
  6. Tratar, estudiar y trabajar sobre temas interesantes. Si la persona posee visión, curiosidad y gusto por la estrategia, historia, política, economía, derecho…. le resultará mucho más atractivo asistir a  una reunión donde se debate sobre Siria, Gibraltar y Ucrania que a otra donde la discusión gira en torno a si el Prof Martínez debe impartir 10 clases más, si se da un despacho con ventana al último contratado, si subimos un 10% el precio del tomate en lata o si se hace puente en la empresa el próximo fin de semana.
  7. Servir a tu país. En realidad, de un modo u otro todos lo hacemos, en cualquier trabajo, pero en política el  impacto puede ser más perceptible, directo, medible y cuantificable. De hecho, la historia muestra que hay personas cuya única razón de ocupar un cargo (a veces en contra de sus deseos) es esta. Aparentemente no le ha  ocurrido solo a Jack Bauer- Kirkgard, hay ejemplos cercanos en la vida real, como la Reina Isabel II y su padre, Jorge VI. Probablemente ambos hubieran elegido una existencia tranquila en el campo, criando perros y coles de Bruselas,  paseando después de comer (horrible costumbre de los ingleses que nunca he entendido) y solo preocupados por si la yegua más rápida del establo se rompe una pata antes de Ascot  o si el jockey que la monta ha engordado demasiado y perdido ligereza y agilidad.
  8. Y, finalmente, el deseo de que las cosas cambien y el convencimiento de que uno puede contribuir a ello. Es este el motivo por excelencia, el que debería nutrir de combustible a toda la clase política. Y será más agudo o acuciante cuanto más se aleja la sociedad de los valores que, a juicio del aspirante a político,  debería poseer.

Empezamos a deducir algunas ideas interesantes. En primer lugar, estas motivaciones no son muy diferentes de las que llevan a levantarse por la mañana al panadero, transportista, médico o científico. Lógico, porque la política es un reflejo de la sociedad. Es cierto que se trata de una profesión muy expuesta a la opinión de los demás, la crítica y el escrutinio permanente, y donde el grado de presión es muy elevado: un asunto deficientemente gestionado por multitud de razones posibles, o por simple mala suerte, puede destrozar una carrera brillante o incluso una vida. No obstante, buena parte de las motivaciones, virtudes y defectos que encontramos en los políticos están también en el ciudadano de a pie.

Por esta razón considero algo injusto exigir a los políticos lo que brilla por su ausencia en la sociedad. ¿Cuántos de los que han puesto a caer de un burro a los corruptos (insisto, con cierta razón), pagan al fontanero sin IVA, llevan carteles de minusválidos falsos en sus coches para aparcar, meten tickets ajenos en la declaración de la renta, hacen fotocopias en la oficina, cargan comidas a la empresa, y, en definitiva, trabajan poco y mal, despilfarrando así los recursos de su organización? Siempre he defendido que mientras en España copiar en los exámenes sea una práctica de dimensiones planetarias, no acabaremos con la corrupción. Se empieza trampeando de pequeñito y se acaba de mayorcito. Se empieza falsificando un examen y se termina cometiendo un delito grave de falsedad en documento público.

En segundo lugar, es injusto mantener una visión maniquea de los políticos. Es cierto que entre ellos hay mucho mediocre, mucho ladrón, mucho trepa y mucho divo, pero también encontramos gente válida, competente y con intención sincera de mejorar su país. Y habrá multitud de ciudadanos con un poco de todo porque la vida (excepto en informática) no se escribe en código binario (1,0).

En tercer lugar, es responsabilidad de los electores conocer lo mejor posible a aquellos a los que votan. Hay que observarlos, escucharlos, leerlos y entenderlos, para ver si responden a lo que esperamos de ellos, en el bien entendido de que un político siempre tendrá algo (o bastante) de pose, por lo que será preciso leer entre líneas. Si no nos preocupamos por saber todo lo posible de aquellos a los que encomendamos el rumbo de la sociedad, ¿de qué nos quejamos luego?

Y así llegamos a unas preguntas claves que subyacen a todo este post. ¿Cómo regenerar a los políticos? ¿Cómo impedir que roben? ¿Cómo diseñar incentivos que les lleven a tomar las decisiones correctas para el país? ¿Cómo establecer contrapoderes que reduzcan su discrecionalidad? ¿Cómo ayudar a enderezar sus motivaciones para que, cada vez más, se alineen con el bien común y, cada vez menos, con sus intereses particulares?

La respuesta, en un próximo post.

 

 

 

 

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4 respuestas a La política como adicción

  1. Gloria F dijo:

    Mi Jack Bauer…nunca podría estar al puro estilo ZP, tiene cabeza, va dos pasos por delante, y de sus dudas hace camino….Le ruego que rectifique…. sino escribiré un tuit al respecto…

  2. Gloria F dijo:

    No dejes en mi responsabilidad conocer a aquellos a los que voy a votar. Aunque los observe, escuche, y trate de entenderlos, para ver si responden a lo que espero de ellos, el poder corrompe automáticamente y aquel al que vote, que esta limpio, desgraciadamente se rodeo de los buenos , y de los que debía algo…y es en ese recóndito instante donde nace lo que actualmente tenemos, es duro, por lo que deberemos votar al que menos pinta tenga de robar…..engañar….por eso aquello de «vota al que tenga el bolsillo medio lleno…que siempre tendrá que robar menos que otro para llenarlo»
    Gloria F

  3. Anónimo dijo:

    Para mi hay dos cosas muy claras:
    Primera, no hay tanta gente buena, preparada y con vocación de servicio público para tanto puesto, es alucinante para cuatro gatos que somos la cantidad de Administraciones que tenemos.
    Segunda, las listas cerradas. Si cada uno tuviera que ganarse su puesto frente a sus electores y no frente a su jefe de partido, otro gallo cantaría.

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