Durante un tiempo estuvo muy de moda oír que España debía cambiar su modelo de crecimiento, demasiado escorado hacia el ladrillo. Ahora se oye menos esta frase; resulta, no obstante, tan similar a la serpiente del lago Ness, que aparece y desaparece con insólita facilidad, que no parece superfluo dedicarle unas líneas.
Para empezar, la expresión no es correcta en términos económicos ya que, desde el punto de vista teórico, no tiene mucho sentido vincular el crecimiento a largo plazo del PIB a la actividad inmobiliaria, cuya productividad es reducida. Dicho de otro modo, la construcción afecta a la demanda agregada a corto plazo, pero no al crecimiento a largo.
En todo caso, coincido con tantos que opinan que en nuestro país debemos sustituir la construcción y la promoción inmobiliaria masivas por otras actividades económicas diferentes. En los últimos años ha quedado claro que el sector del ladrillo estaba hipertrofiado, por varias razones que exceden el ámbito de este post, y que debía volver a una dimensión más acorde con el tamaño real de nuestra economía. El mercado, sencillamente, estaba saturado. Al comenzar la crisis el stock de viviendas en nuestro país podía abastecer la demanda de los siguientes cinco, diez o quince años. No había acuerdo en la cifra concreta, pero sí en que existía un claro exceso de oferta. De modo similar al zapatero que ve que sus alpargatas no se venden y opta por poner un quiosco, España debe reorientarse progresivamente hacia otras actividades. Parece que, poco a poco, se va corrigiendo esta disfunción, pero de vez en cuando se oye que el crédito hipotecario repunta, o algún empleado de banca comenta que se está abriendo la mano en los préstamos a la compra de vivienda, lo que indica que el peligro sigue acechándonos (y más con un Banco de España en estado semi-cataléptico por los últimos sucesos relacionados con Bankia).
Debemos reorientarnos, sí, pero ¿hacia dónde? Si somos honrados, reconoceremos que la respuesta a esta pregunta tiene mucho de etéreo, además de ser muy controvertida – lógicamente – puesto que cada uno anticipa los años venideros de una forma diferente. Para algunos, está más o menos claro que el futuro pasa en buena medida por las energías renovables. Para otros, el éxito estará vinculado a las TIC, el Big Data, el Data Analysis y el Internet of Things. También hay quienes piensan que la gallina de los huevos de oro está en aspectos relacionados con la cultura, la salud y el ocio.
En todo caso, que sean unos bienes y servicios u otros no es muy relevante desde el punto de vista del mensaje fundamental de este artículo. Como ha ocurrido siempre, surgirán (o estarán surgiendo ya) numerosos Zaras, Easy jets y Mercadonas que detectarán nuevas necesidades en los consumidores, o nuevos modelos de negocio para producir los bienes que satisfagan estas necesidades. Unos tendrán éxito, muchos aprenderán por prueba y error, otros fracasarán. Nacerán nuevas empresas, surgirán retos en la regulación de la competencia, se diseñarán modos de resolverlo… y poco a poco habremos cambiado nuestro modelo de crecimiento hasta basarlo en algo a lo que yo, honradamente, hoy en día no sé muy bien cómo llamar.
¿Qué necesitamos para estimular el nacimiento de la próxima generación de empresarios y empresas? ¿Fondos de capital riesgo? ¿Cursos de cómo emprender? ¿Más inversión en I+D? (la panacea de todos los males, para algunos) ¿Reuniones en Moncloa apelando al espíritu patrio y a la responsabilidad? No, en mi opinión. Lo que acabo de citar puede ser interesante, no lo niego (aunque habría mucho que matizar al respecto), pero a mi juicio hay algo muchísimo más importante: debemos continuar modificando nuestro entorno institucional de modo que las nuevas inversiones sean factibles y rentables, que generen un retorno. Sí, pero ¿cómo?
Ya se dijo más arriba que una proporción sustancial de nuestro tejido productivo debe reinventarse. Buena parte de nuestro capital humano debe reasignarse a actividades más acordes con lo que el mundo demanda en este momento, y con lo que nosotros podemos ofrecer de modo eficiente. Este proceso de reasignación de recursos requiere una premisa fundamental: la flexibilidad en el mercado de trabajo. Ese nuevo modelo de crecimiento, ese nuevo tejido empresarial, necesitará empleados en actividades diferentes. Reasignar ese trabajo requiere que no esté rígidamente atado a las actividades antiguas. Cuanto más costoso, lento y complejo sea para las empresas despedir y contratar, más tardaremos en dar forma a las actividades empresariales que componen ese nuevo modelo de crecimiento, y más perderemos todos (en tiempo, en competitividad, en niveles de bienestar).
Pensemos en un ejemplo sencillo. Supongamos que toda nuestra economía puede comparase a una explotación agrícola que produce melones con diez trabajadores y un tractor. De repente, se comprueba que los melones no son ya rentables (porque se traen más baratos de Marruecos, porque se reduce el interés del comprador por esta fruta o por el motivo que sea). Supongamos también que el ajo comienza a percibirse como un cultivo interesante, por sus sanas propiedades cardiovasculares. Es muy probable que el melonero se transforme en ajero, o bien que venda la explotación a un avezado productor de esta hortaliza. Lo que está claro es que los diez trabajadores de la explotación deberán reciclarse y aprenderlo todo sobre el cultivo del ajo o, alternativamente, ser sustituidos por empleados con experiencia en este nuevo producto. ¿Qué debe hacer la sociedad? ¿Intentar salvar el melonar mediante subvenciones, para evitar un cambio traumático a los diez empleados? ¿Blindar su empleo con 45 días por año trabajado, como hasta hace relativamente poco, de tal modo que llevemos al melonero-ajero a la ruina si los despide? No, lo sensato es favorecer el reciclaje o sustitución de los trabajadores, de modo que se lleve a cabo una transición rápida y eficiente de la producción de melones a la de ajos. En otras palabras, se necesita flexibilidad, aun a costa de menor seguridad para los trabajadores del sector del melón.
Con las limitaciones de un ejemplo, esta historieta de reminiscencias rurales resume lo que le ocurrirá a nuestra economía. Muchas personas tendrán que aprender a hacer cosas nuevas, otras – quizá en la flor de la vida – se irán a casa a contar las nubes o a hacer sudokus (lo cual es una gran pérdida de capital humano), se producirán disfunciones y costes de ajuste en nuestra mano de obra, pero antes o después (y mejor antes) deberemos haber facilitado la transición y la reasignación de nuestros recursos a esas nuevas actividades.
¿Qué consecuencia sacamos de estas ideas? Una muy sencilla. Lo que necesita con urgencia nuestra economía para adentrarse en la senda de ese nuevo modelo de crecimiento es un cambio a fondo en el mercado laboral. Parte de este cambio se ha conseguido con las reformas que, con gran éxito, han llevado a cabo Fátima Báñez y su equipo en los últimos años.
Queda, no obstante, trabajo por hacer: todavía debe cambiar la mentalidad de los sindicatos y de muchos de los propios empleados. Lo estamos presenciando con el conflicto actual de los estibadores, que realizan un trabajo duro, no lo niego, pero que conforman un gremio peculiar de salarios altos, transmisión por herencia, escasa transparencia y nula competencia. Estos rasgos no tienen sentido en el s. XXI. Por otra parte, la necesidad de una evolución en la mentalidad no es nueva. Siempre ha habido resistencias en épocas de cambio. No en vano, según algunos, el término sabotaje viene de sabot, el zueco con el que los trabajadores franceses inutilizaban las máquinas que amenazaban sus empleos.
Uno de los grandes aciertos de la reforma laboral ha sido modificar la negociación colectiva, eliminando la ultraactividad de los contratos y sustituyendo el convenio sectorial por el realizada al nivel de la empresa, que permite vincular salarios y productividad. No podemos volver atrás en este campo si queremos que nuestras empresas se mantengan y crezcan.
No estaría de más estudiar cómo reducir el salario de reserva de los futuros empleados mediante la reforma de las prestaciones por desempleo, aunque en esto luchamos contracorriente, puesto que se ha introducido en el debate política un elemento pernicioso, la llamada renta mínima (en sus diferentes variantes a tenor del partido político que la defienda). En mi modesta opinión, es un gran disparate. En Reino Unido, hasta hace muy poco, se podían percibir 26000 libras/años solo a base de prestaciones sociales. El gobierno, con buen criterio, está modificando el sistema para evitar estas prácticas nocivas para el individuo (que termina zapeando en el sofá) y muy caras para los contribuyentes. Por eso me resulta sorprendente que algunos partidos asesorados por expertos en economía británica propugnen un mecanismo de estas características. El tema me deja perpleja pero, en fin, ¿cosas veredes! Debe terminarse, asimismo, con el fraude en la formación – aunque se ha avanzado mucho en esta materia, gracias al buen hacer del Ministerio de Empleo y la Inspección de Trabajo – y el absentismo injustificado, concretado en bajas laborales más largas o frecuentes de la cuenta.
Hay que hacer algo más, que por motivos de espacio no puedo tratar ahora en profundidad. Me conformaré con apuntarlo. Debemos reformar nuestro sistema de enseñanza superior. No tiene sentido formar expertos en melones cuando lo que tenemos que producir es licenciados en ajos. Hay que adecuar el capital humano que sale de las aulas (de universidades, institutos y centros de FP) con lo que necesita la economía. Esto requiere a su vez muchas reformas, algunas políticamente incorrectas, como por ejemplo adecuar las tasas universitarias al coste real de la matricula, de modo que se vaya absorbiendo el exceso de licenciados, consecuencia, en gran medida, de que estudiar es relativamente barato. Por otra parte, muchas universidades son auténticas cajas negras y máquinas ineficientes en la utilización de los fondos públicos. ¿No se podría utilizar el dinero para cosas más prácticas que mantener edificios o personal innecesarios? ¿No se podría reciclar hacia actividades que mejoren de verdad la enseñanza y la investigación?
No es misión del gobierno, en mi opinión, identificar cuáles son las actividades de futuro. Si pretende hacerlo, se equivocará. Lo que sí entra dentro de sus competencias es facilitar la tarea a aquellos que sí saben y están incentivados para detectar las necesidades de los consumidores (porque se juegan su propio dinero, lo que espabila y lleva a acertar mucho más que la búsqueda de votos). Y algo que deben hacer cuanto antes esos nuevos empresarios es crear equipos humanos. Vamos a ponérselo fácil. O, por lo menos, vamos a no ponérselo tan difícil.
Estoy de acuerdo con lo expresado: necesitamos generar valor añadido y para ello es necesario facilitar a los agentes privados que lo hagan.
Los subsidios empobrecen y matan una sociedad.