Se atribuye a Samuelson, premio Nobel y gran economista, la frase siguiente: «Dios dio dos ojos a los economistas, uno para mirar a la demanda agregada y otro para mirar a la oferta agregada». Desgraciadamente, parece existir un elevado porcentaje de economistas tuertos que, al más puro estilo de los piratas del Caribe (o de la Princesa de Eboli, en el caso de los amantes de la Historia), llevan un parche en el ojo por el que deberían observar la oferta. Y claro, esta dolencia ocular se ha transmitido a buena parte de la opinión pública y de los ciudadanos de a pie. Si citamos ahora a los hermanos Grimm (o a Perrault, la paternidad en este caso no está clara), podríamos concluir que la oferta agregada es la Cenicienta de la macroeconomía, en modo pre-baile, es decir, todavía en fase de espera del hada madrina, el vestido y la carroza que le conduzcan a palacio.
Parte de esta anomalía está relacionada con el desarrollo histórico de la macroeconomía. Se considera a Keynes el padre de la esta rama del análisis económico (esta paternidad sí está más clara) puesto que diseñó una manera especifica de mirar a la realidad agregada que todavía sigue vigente. Se entenderían muy poco las recesiones y las expansiones, los movimiento de la renta, los precios y el tipo de interés sin las aportaciones del economista británico, que unía a su vasta sabiduría económica una personalidad variada, rica y polifacética.
Probablemente fue uno de los hombres más brillantes de su tiempo: estaba dotado de una pluma elegante y certera, de una sensibilidad acusada por el arte -que le llevó a estar vinculado a la National Gallery y a la Royal Opera House de Londres- y de un notable interés por la política y las finanzas. Así, participó en el Tratado de Versalles y en la conferencia de Bretton Woods y – según cuentan sus biógrafos- se embarcó con tanto ardor en determinadas operaciones especulativas que el cansancio le obligó a retirarse al campo a cultivar coliflores, para dar un respiro a sus agotadas neuronas.
Los planteamientos de Keynes pronto calaron en economistas y gobiernos (a un lado y otro del Atlántico) por distintas razones en las que hoy no entraremos, desde la certera difusión que realizaron Hicks y Samuelson de sus ideas hasta su utilización, con acierto,por parte del Presidente Roosevelt.
La teoría keyesiana confiere un protagonismo total a la demanda agregada. Uno de los mensajes principales de la Teoría General de Keynes es el principio de que la demanda efectiva en un país puede ser inferior a la que garantiza el pleno empleo. En otros términos, el mercado por sí solo no garantiza la eliminación del paro, ya que Keynes reemplazó la creencia en el mecanismo de ajuste inducido por la Ley de Say, vigente hasta la publicación de sus obras – «la oferta crea su propia demanda» – por la versión contraria, «la demanda crea su propia oferta». El paso siguiente es inmediato: en una recesión, la demanda insuficiente debe ser estimulada por incrementos del gasto público, que expansionan la actividad económica, reducen el paro y sacan al país de su postración.
Todo economista sabe que no hay ningún almuerzo gratis, por lo que debe existir algún coste en este proceso. El coste existe, pero aparece en el largo plazo. A Keynes este efecto colateral de su teoría no parecía preocuparle mucho, como lo muestra su conocida frase a largo plazo todos muertos. Esta afirmación es sin duda cierta, pero también lo es que el largo plazo llega a unos antes que a otros, de manera que los que sobrevivimos a Keynes nos hemos encontrado – si se quiere seguir utilizando el tono fúnebre- con dos cadáveres en el armario: la inflación y el déficit público. En particular, la aparición de la inflación está relacionada con el hecho de que el modelo keynesiano no detalla en grado suficiente los aspectos relativos a la oferta agregada. Ahí -precisamente – radica una de las grandes contradicciones de su construcción teórica: se trata de un modelo de equilibrio general walrasiano donde, por razones no del todo claras, existen rigideces en precios y salarios. Los herederos de la tradición keynesiana, no obstante -Mankiw, David Romer, Akerlof, Yellen- se han percatado de esta carencia y han dedicado (y siguen dedicando) sus mejores esfuerzos a diseñar modelos neokeynesianos más convincentes, que fundamenten con rigor microeconómico este tipo de rigideces.
No todos los economistas, sin embargo, se habían olvidado de la oferta agregada. Friedman, en los decenios de 1960 y 70, abordó con más profundidad su estudio y argumentó que, efectivamente, las políticas de demanda generan inflación en el largo plazo; en otras palabras, el buque enseña de la política económica keynesiana, la curva de Phillips, que postula una relación inversa entre paro e inflación, funciona en el corto plazo, pero naufraga en el largo pues se convierte en una linea vertical. Con otras palabras, la autoridad económica no puede reducir el paro indefinidamente a costa de una mayor inflación o viceversa, porque los agentes económicos, que no son tan miopes como pensaban los keynesianos de la primera y segunda generación, elaboran expectativas sobre el futuro que afectan a la marcha de la economía. Las políticas expansivas generan presiones al alza sobre los salarios por parte de los trabajadores, de modo que las empresas acaban recortando plantilla y el paro vuelve al nivel inicial, sin que la inflación, en cambio, se reduzca al punto de partida.
En el terreno de los hechos, el tiempo dio la razón a Friedman: las crisis del petróleo de 1974 y 1979 hicieron tambalearse el paradigma keynesiano puesto que acarrearon tanto paro como inflación sobre las principales economías mundiales. Esto sumió en la perplejidad a los seguidores acérrimos de Keynes, ya que en el marco de su modelo se podían producir una de las dos patologías, paro o inflación, pero no ambas simultáneamente. Algo fallaba. Cenicienta seguía arrinconada en la cocina por su horrible madastra y sus no menos horribles hermanastras. Afortunadamente, ahora sí, llegó su hada madrina, Friedman (quizá sería mas justo hablar de dos hadas madrinas, Friedman y Phelps) que la sacaron de la cocina y la condujeron al centro del debate económico. Luego vino Lucas, pero esa historia la dejamos para otro día.
Las aportaciones de Friedman y Phelps sugirieron que, en el ámbito de la política económica, Keynes había hecho demasiado énfasis en las políticas de demanda como instrumento para estabilizar la economía, sin prestar atención a las denominadas políticas de oferta o de reformas estructurales. Estas, menos conocidas y populares que las primeras, se comenzaron a poner en práctica en la década de los 80 por Reagan en EEUU y Mrs Thatcher en Reino Unido. Aunque hay opiniones para todos los gustos, puede afirmarse que ambos tuvieron éxito en su aplicación de medidas de oferta. Thatcher, en concreto, recompuso y dinamizó notablemente la economía británica, adormecida y lánguida por los torpes intentos de crear campeones industriales y sostener industrias ineficientes que habían llevado a cabo los gobiernos laboristas (y también alguno conservador).
¿En qué consisten las políticas de oferta? así como las de demanda se basan en el principio de que el estado debe actuar, vía gasto público o impuestos, para llevar la economía a la situación deseada, las de oferta consisten no tanto en que el gobierno haga sino en dejar actuar al sector privado (continuando con nuestro símil literario-infantil, en este caso sería el gobierno el que se iría a fregar platos a la cocina). Ejemplos de políticas de oferta son la desregulación de los sectores intervenidos (para unas interesantes reflexiones del prof. Argandoña al respecto, véase este post), las privatizaciones de empresas que no tienen por qué estar en manos del sector público, el aumento de competencia en los mercados, las mejoras de la infraestructura y el capital humano y la eliminación de los desincentivos al trabajo (como un régimen demasiado generoso de prestaciones sociales).
Las políticas de oferta, por desgracia, tardan más en hacer efecto que las de demanda, pero cuando cuajan pueden dinamizar extraordinariamente una economía, como pone de manifiesto el ejemplo de Reino Unido (es verdad que no se encuentra en su mejor momento, a causa del Brexit, pero también que su tasa de paro es de un envidiable 4,8% y su tasa de empleo, el cociente entre ocupados y población en edad de trabajar, del 76,2%, como puede comprobarse en las estadísticas nacionales del mercado de trabajo, aquí). Este tipo de políticas, por razones fácilmente comprensibles, también son más impopulares en términos de votos. Poco a poco se han ido incorporando a la caja de herramientas de algunos ministros de economía, pero otros insisten con pertinacia en mandar de nuevo a Cenicienta a la cocina, argumentando que sea el estado quien estimular la economía, por la vía de las políticas de demanda. En otras palabras, son las doce de la noche y nuestra heroína debe abandonar el baile y regresar a casa.
Muy relacionado con estas formas alternativas de entender la economía se encuentra el debate sobre la austeridad que, por razones de espacio, también acometeremos con más profundidad en otro post. «El gobierno debe gastar para estimular la economía; la austeridad es perniciosa porque no estimula» dirían los del parche en el ojo. Olvidan que estas recetas pueden funcionar (con matices) a corto, pero que a largo plazo la excesiva intervención del sector público en la economía genera efectos colaterales (clientelismo, búsqueda de rentas, desincentivos, déficit y deuda, por citar solo algunos), y que el crecimiento de la economía está vinculado por un grado menor de intervencionismo y un papel más activo del mercado, donde sean los agentes privados los que tomen las decisiones principales. Al estado, en este marco, solo le corresponde crear, desde la cocina, las condiciones favorables para la actuación de la iniciativa privada.
¿Qué ocurrirá en el futuro? ¿Encontrará el príncipe a la dueña del zapato perdido y le devolverá el protagonismo que merece? ¿seguirá encerrada junto a la nevera y el microondas? Esperemos que triunfe la primera opción, por el bien de todos los que creemos en una economía más libre y eficiente.
Estoy completamente de acuerdo con todo lo que dices. pero mientras la prioridad de nuestros políticos sea mantenerse en el poder a toda costa, olvídate de las políticas de liberalización y de privatización de las empresas del sector público. El problema es que hay elecciones cada cuatro años y en ese tiempo las medidas que se pongan en marcha económicamente hablando estarán dando sus primeros pasos y eso a la hora de votar …. y si gana el partido de en frente terminara con todo lo hecho por el anterior y vuelta a empezar. la economía es importante pero creo que lo es más tener políticos con sentido de Estado, que pongan a España por delante de sus partidos e igual que hace falta un buen pacto por la educación, creo que hace falta también un buen pacto para la economía. Ojala algún día tengamos un estadista tan bueno como margaret tacher, Gente sin complejos.
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