Explorando el imperio

Hacía días que se encontraba en la capital del Imperio. Ya había recorrido el magnífico palacio, donde no supo decidir qué era más bello: los aposentos – decorados con paños de “sebka” que parecían cubrir las paredes de encaje, y cubiertos con preciosas bóvedas de mocárabe – o los preciosos jardines llenos de fuentes cantarinas. También había admirado la elegancia y armonía del alminar y el encanto de las callejuelas del barrio de Santa Cruz.

Volvió a salir a una de las avenidas principales y, deambulando sin rumbo fijo, se encontró en una calle cuyo nombre le resultó conocido: lo había oído muchas veces porque allí vivieron sus abuelos y trascurrió parte de la infancia de su madre y sus tíos.  El problema es que la casa de sus abuelos ya no existía. Bueno, si existía, pero de otra manera: había pasado, junto con otros edificios colindantes, a ser propiedad de la autoridad real, y era  la sede de un organismo público.

Desde el zaguán pudo ver retazos de un antiguo patio, y decidió que valía la pena intentarlo. Se acercó al empleado que custodiaba la entrada – sabía que los nativos de la zona eran sumamente amables, educados y dispuestos a hacer favores – y le contó la verdad: ”parte de esta casa perteneció a mis abuelos, y me haría mucha ilusión visitar lo que queda del edificio. ¿Sería posible?”, el guardia le miró comprensivo, entró, volvió a salir, y le franqueó la entrada.

Entre tanto,  y a una seña del guardia, se acercó otro de los naturales de la zona y se ofreció, también con gran deferencia, a mostrarle la casa que le interesaba. Este personaje resultó algo desconcertante: parecía a un funcionario del edificio – dijo, de hecho, que llevaba trabajando allí muchos años – pero no parecía estar excesivamente ocupado. Conocía algunos de los avatares por los que pasó la casa, pero mezclaba nombres y fechas de diversos propietarios con escaso rigor.

Mientras el visitante admiraba el patio, los artesonados y los azulejos (un tanto confuso porque ya no tenía tan claro si la casa había sido de sus abuelos o de sus vecinos)  su guía empezó a deshacerse en elogios sobre la dinastía reinante: si no fuera por ella, prácticamente todo el patrimonio artístico de la ciudad, en su opinión, se habría echado a perder irremisiblemente. No cesó de alabar el buen hacer del rey y sus ministros que, con su política de expansión inmobiliaria, velaban por la conservación de edificios como aquel (y, no cabe duda, por la salud financiera del guía accidental, acomodado en el engranaje administrativo del Imperio para no se sabe muy bien qué tareas).

En un momento dado de la visita, el guía manifestó de pasada lo bien que le vendrían cinco monedas para tomar una bebida. El visitante, desconcertado, no pudo por menos de dárselas. Al fin y al cabo, estaba aprendiendo mucho sobre el funcionamiento de tan sorprendente imperio, pero no cabe duda de que la petición le intrigó. Su guía no daba especialmente la sensación de carecer de dinero, sino que parecía un funcionario más, con una nómina decente todos los meses.

Al acabar el recorrido y salir de nuevo a la luz cegadora del sol, el visitante empezó a atar cabos. Ahora comenzaba a entender algunas de las cosas que habían visto y oído en los últimos días. Por ejemplo la expresión “tiene un primo en la administración pública” cobró su sentido. Claro, en una administración de tales proporciones, y no preocupada en exceso por cuadrar las cuentas, se pueden emplear a los primos, hermanos y cuñados de media humanidad, aunque luego ocupen su tiempo en negocios oscuros que proporcionan ingresos complementarios, sin inconvenientes – más bien, con la colaboración – de la guardia pretoriana de la ciudad.

Por cierto que existía delegación provincial de los ministerios del reino también en la propia capital, dándose la paradoja de la coincidencia en la misma ciudad – pero en distinto inmueble -de delegante y delegado. Vio más claro qué quería decir que el pesebre permitía la inversión en actividades de escaso interés productivo,  pero que aseguraban la lealtad incondicional de sus habitantes. Comprendió la difícil tarea de las facciones opositoras al rey, que pretendían sustituir el régimen de subvenciones por un modus vivendi basado en el mercado, el riesgo y la aventura empresarial. Se asombró ante el escaso discernimiento y capacidad crítica de tantos súbditos, como el guía mencionado, que tragaban carros y carretas con tal de seguir gozando de libre acceso al pesebre. Y se preguntó por qué, aparentemente, escaseaba el espíritu emprendedor en el reino, cuando estaba en juego la prosperidad futura de la región: ¿sería también un efecto colateral del pesebre? y para el futuro, estaba claro, se necesitaba un cambio profundo de mentalidad, que parecía difícil de lograr, salvo milagros, al amparo de la dinastía reinante.

Y si ahora volvemos a leer este post, sustituyendo visitante por mí misma, capital del imperio por Sevilla, dinastía reinante por PSOE, monedas por euros y fechamos lo sucedido en agosto  de hace unos años, quizá comprendamos por qué Andalucía padece una de las más altas tasas de paro. ¿Funciona acaso el modelo económico de la zona, basado, en buena parte, en los principios del pesebre y el primo en la junta? Por cierto que, pasados unos años, todo sigue igual por aquellas tierras.

Quizá el resultado de las primarias del PSOE facilite que la Sultana actual sea desalojada de la Presidencia de la Junta en un futuro no muy lejano. Entonces será más fácil que mi región favorita recupere el esplendor de la época del Califato de Córdoba o el Siglo de Oro.

Por cierto, toda  la narración es verídica, incluidos los cinco €.

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