El coronavirus ha generado una convulsión en todo el mundo. Sus efectos se han hecho sentir en la salud de la población, por supuesto, pero también en la economía, la política, la educación o las relaciones internacionales. Y ha introducido un notable grado de incertidumbre en la vida cotidiana.
Todos intentamos aventurar cómo será el mundo después de la pandemia, pero es difícil aportar algo más que meras conjeturas: nadie sabe a ciencia cierta qué nos depara el futuro. Sí es verdad que, a la vista de lo que ha ocurrido en los meses que dejamos atrás, podemos intuir algunos de los aspectos en los que cambiará nuestro modo de vida. Son numerosos, aquí querría centrarme en un par de puntos.
- La importancia de reinventarse
Estos días algunos medios digitales anunciaban un artilugio muy curioso: el Nadathlon o nadador estático. Consiste en un ingenioso sistema de correas que se coloca en el tobillo y sostiene al nadador en el mismo sitio mientras mueve brazos y piernas. Probablemente inspirado por las cintas de correr, es la solución para los que quieren hacer largos en piscinas muy pequeñas.
Los cambios producidos por la pandemia sugieren que todos tendremos que reinventarnos, en una u otra medida, modificando algunos o muchos de nuestros hábitos. Y lo que afecta a las personas individuales se puede aplicar, por supuesto, a multitud de empresas, entidades y organismos.

En estos meses han surgido nuevas necesidades, preferencias y prioridades. También problemas que exigen soluciones. Se han consolidado formas de trabajar diferentes a las que existían hasta ahora. Empleando la jerga económica, tanto la demanda como la oferta de buena parte de los bienes y servicios que se intercambian habitualmente han variado.
Estas transformaciones exigen un ajuste a los individuos y a la sociedad que no es instantáneo ni trivial. Presentan, por tanto, muchos retos, pero también suponen nuevas oportunidades para hacer las cosas de modo distinto a como hasta ahora. Y muchas darán lugar a ideas y productos sorprendentes, quizá a partir de principios muy simples, como ocurre con el nadador estático antes mencionado.
Hemos visto ya ejemplos de este tipo de adaptaciones, desde la producción masiva de mascarillas hasta el uso de apps en bares y restaurantes como alternativa a los menús impresos. Está claro que todo lo relacionado con el mundo digital va a cobrar – ya lo está haciendo- una gran relevancia.
Surgen oportunidades en muchos campos relacionados con el uso de las tecnologías de la información y la comunicación, con frecuencia motivadas por la necesidad de guardar la distancia social o llevar a la práctica el teletrabajo. En primer lugar, para empresas que operan ya en esos mercados o que se proponen entrar: proveedores de wifi, hardware y material informático, fabricantes de cámaras, programadores, productores de aplicaciones para organizar videconferencias o mejorar la enseñanza y la interacción on line, y un largo etcétera.
La gestión de la salud pública genera también posibilidades en cuanto al uso del data analysis, el big data y la inteligencia artificial. La tecnología que opera en estos ámbitos ha experimentado un considerable avance en últimos años, pero muchos de sus productos y servicios no han obtenido todavía el grado de desarrollo que se podría esperar. Hay mucho por hacer en este terreno, e incontables campos a los que aplicar las invenciones, desde el cálculo de los aforos en establecimientos y espectáculos hasta los sistemas de seguridad en los aeropuertos.
En paralelo, existen numerosas instituciones, empresas y organismos que no se dedican a trabajar en el mundo de la industria 4.0 pero que pueden aumentar de modo considerable su eficiencia mediante el templo más intensivo de las nuevas tecnologías. Hemos comprobado, por ejemplo, cómo las reservas y citas previas por internet evitan colas, esperas, cuellos de botella y pérdidas de tiempo. Y como este, multitud de ejemplos que generan aumentos de productividad y mejoran la calidad del servicio prestado.
2. La importancia de las empresas
Desde que comenzó la epidemia se ha reforzado la autoridad de los gobiernos, que han comenzado a regular aspectos insospechados de nuestra vida. Son innumerables las peticiones de ayudas públicas para sectores afectados por el Covid-Sars2. Da la impresión de que en la denominada esotéricamene nueva normalidad los poderes públicos serán los grandes protagonistas.
Esto es así hasta cierto punto, y dependerá considerablemente de cada país. No podemos olvidar, sin embargo, una gran lección de estos meses: las empresas son fundamentales para la existencia de las sociedades modernas. Ha quedado más patente, si cabe, su labor protagonista en la generación de riqueza.
El cese de la actividad empresarial durante semanas o meses ha repercutido en todos los ciudadanos, no solo porque hay menos disponibilidad de bienes y servicios sino, sobre todo, porque si no hay actividad no hay ingresos, y por tanto tampoco capacidad de pagar las nóminas a corto plazo, y sobrevivir a medio plazo.
Lo hemos visto de cerca en el caso de Nissan, que abandona Cataluña, en los ERTES, en el aumento del desempleo y en el cierre temporal o definitivo de multitud de negocios de tamaño pequeño y mediano: bares, tiendas, minoristas, autónomos…

Las empresas no son el enemigo del ciudadano del siglo XXI, como nos hacen creer algunos, sino una pieza fundamental en el engranaje que conecta necesidades y productos, trabajo y remuneración, bienestar y progreso. Armonizan las necesidades y preferencias de unos con los recursos, el ingenio y la inventiva de otros. Pero ojo, no caigamos en la trampa de pensar que esos unos y esos otros son dos tipos de personas separados por una muralla china, que pertenecen a mundos distintos y habitan comportamientos estancos en función de su procedencia social. Eso es una falacia, propia quizá de los que entienden la sociedad a través de unas gafas dickensianas y sesgadas.
Todos los componentes de la sociedad actuamos en ambas esferas, como demandantes y como oferentes, como sujetos con necesidades y personas dotadas de habilidades, como consumidores de productos y servicios y suministradores de productos y servicios. El camarero que nos pone una caña y una tapa en el bar hará cola en Zara poco después para pagar unas camisas. El conductor de autobús compra cervezas en Amazon mientras su hija desarrolla nuevos algoritmos para analizar la temperatura de los ríos. El ingeniero que programa para una empresa de software un plug in de cálculo simbólico compra botones en una mercería. Y el dueño de la mercería emplea Google maps para localizar la gasolinera más cercana.
No tiene sentido, por lo tanto, generar enfrentamientos entre las empresas, de una parte, y el resto de la sociedad, de otra, porque no hay modo de realizar esa delimitación.
El hombre que vivió cerca de Atapuerca o Altamira no tenía que tomar demasiadas decisiones: cazar bisontes o ciervos, dedicar el tiempo a la pesca o a la pintura rupestre, elaborar vasos de barro o utensilios, fabricar flechas o collares. Sus elecciones eran más simples (no quiere decir que más triviales), porque las opciones disponibles eran más limitadas. Al fin y al cabo su esperanza de vida era 26 años, por lo que tampoco había mucho tiempo para invertirlo en grandes estrategias.

Nuestra vida es mucho más complicada. Son innumerables los bienes que podemos adquirir y las ocupaciones en las que podemos emplear el tiempo. La complejidad requiere trabajo en equipo. Y el trabajo en equipo requiere un sustrato organizativo que garantice su buen funcionamiento. Es lo que conocemos como empresa, término hoy en día denostado en algunos ambientes.
Conviene recordar que el origen del odio hacia empresas y empresarios es una teoría del valor errónea de Marx, que concibe como integrante del valor de una cosa solo su oferta (coste) y no su demanda (necesidad). Esa teoría pronto quedó obsoleta, pero eso no impidió su difusión. Y de una mala comprensión decimonónica – que en cierto modo también afectaba a los primeros economistas, como Smith, Ricardo, o Stuart Mill – surgió una herencia envenenada y perniciosa que ha dado lugar a incontables muertos, guerras, miseria y pobreza; este legado mostró su cara más dramática la noche en que cayó el muro de Berlín y la gente comenzó a pasar a Occidente a avalanchas, harta de no poder subsistir.
Es posible que la empresa sea tan aborrecida por la plétora de calamidades que puebla la sociedad contemporánea: desigualdad, contaminación, residuos, subida del alquiler, blanqueo de dinero, pateras, inmigrantes ilegales… Sería injusto y erróneo, no obstante, deducir de la existencia de estos problemas que el progreso pasa por asfixiar la actividad empresarial mediante impuestos y regulaciones porque ella es la culpable o, al menos, la que debe correr con los costes.
Es necesario comprender que la producción y distribución de bienes y servicios es imprescindible, y que esto requiere unas organizaciones a las que se debe dejar funcionar. No es posible repartir una riqueza que no se crea. Y no es posible crear riqueza en un entorno hostil a la actividad empresarial. Hundir las empresas es darse un tiro en el pie.
Esperemos que esta idea quede clara en el mundo post-pandemia. Y esperemos que las urgencias recaudatorias de algunos gobernantes no les lleven al gran error de matar la gallina de los huevos de oro.