A finales del siglo XIX, en el Oeste y Sur de Estados Unidos, nació el People´s Party o Partido Populista. Era un partido político de izquierdas que buscaba proteger a los agricultores, trabajadores y pequeños empresarios frente a las «grandes empresas y bancos de la Costa Este». Para ello reivindicaba la negociación colectiva, el acortamiento de la semana laboral y el bimetalismo. Los que apoyaban el People´s Party sostenían que, si se superaba el estricto patrón oro y se hacía depender la cantidad de dinero en circulación no solo de las reservas de oro sino también de las de plata, se podría aumentar la oferta monetaria y, con ello, la riqueza y la prosperidad de todos.
El Partido Populista basaba sus ideas en la hipótesis errónea de que emitiendo más dinero se aumentaría la riqueza, sin caer en la cuenta de que el mecanismo opera justo al contrario: si crece la cantidad de dinero en circulación cae su valor, de modo que es necesario dar más monedas y billetes para comprar bienes; en consecuencia, suben los precios y se genera inflación e, incluso, hiperinflación, que sume a las sociedades en el caos, como ocurrió en la Alemania de los años 20, Bolivia en los 80 y Venezuela en la actualidad.
El término populismo ha vuelto a ponerse de moda en las últimas décadas y se ha empleado para fenómenos tan variados como el peronismo, el Brexit, la política proteccionista de Trump, las ideas anti-inmigratorias de Le Pen o los partidos Syriza (en Grecia) y Podemos (en España).
No es fácil definir en qué consiste el populismo, en buena parte porque prácticamente ninguno de los movimientos o partidos anteriores (excepto Le Pen) se define a sí mismo como populista. No obstante, pueden identificarse algunos rasgos comunes que comparten estos fenómenos y que ayudan a entender por qué triunfan en países y ámbitos diferentes.
Capitaliza el descontento
El populismo parte de un foco de malestar. La organización social no es perfecta. Las necesidades exceden siempre, con mucho, a los recursos disponibles. Gestionar implica priorizar y asignar recursos de acuerdo con una ordenación determinada. Pero el orden social no se rige por criterios físicos y matemáticos exactos e indiscutibles, como los que subyacen al movimiento de los planetas, el punto de fusión de los metales o la Ley de la Gravedad. Por eso en la sociedad las cosas se pueden ordenar de muchas maneras.
¿Qué es más importante, construir un aeródromo en Huesca o una autopista en la provincia de Almería? ¿Debe cobrarse por los peajes? ¿Podrían ser las universidades públicas totalmente gratuitas? ¿Cuánto deben subir anualmente las pensiones? ¿Es buena idea suprimir los vuelos de corto recorrido? Las respuestas dependerán de a quien se pregunte. Cada decisión suscitará aplausos de unos y críticas de otros porque siempre habrá ciudadanos que discrepen, con más o menos razón, de las prioridades que otros establecen. Y siempre habrá un colectivo que se sienta maltratado, discriminado, olvidado. A veces con más razón, otras veces con menos razón.
En las sociedades civilizadas las diferencias de opinión se debaten en foros y medios de comunicación y a través de los representantes políticos. Y normalmente se acaban dirimiendo en las urnas, antes o después, aunque caben otras opciones más radicales. Y aquí entra el juego el populismo, que detecta la situación, cultiva el descontento y lo capitaliza.
La proliferación de normas y directivas comunitaria es antipática y consume esfuerzo, tiempo y dinero a los países miembros de la UE. Hay inmigrantes que abusan de los servicios sociales y sanitarios en el país de acogida. La crisis del 2008 fue grave, y tuvo consecuencias muy negativas para muchos ciudadanos. Estas situaciones crean malestar. Y ese malestar se puede fomentar – con la ayuda inestimable de las redes sociales – nutrir, abonar, regar... y, en el momento oportuno, rentabilizar.
Da explicaciones muy simples a problemas complejos
Todos deseamos entender lo que pasa a nuestro alrededor, pero la realidad que nos rodea es compleja. Hay tanta información y datos que lo que queremos oír son explicaciones convincentes, y a ser posible breves. Para los que tienen algo que contar tampoco es fácil hacerse un hueco en los titulares de prensa o conseguir minutos en televisión. Las interpretaciones que quepan en un tuit serán preferible a las que necesiten diez páginas. Esto favorece la proliferación de diagnósticos y análisis simplistas, que ignoran los innumerables matices de grises presentes en cualquier escenario. Algo así como el síndrome del cuñado, extensivo a un montón de situaciones.
Continuamente se nos plantean preguntas e interrogantes relacionados con cuestiones económicas y sociales, ya sean a mayor o menor escala.
¿No sería mejor proteger a las empresas de barrio impidiendo la instalación de grandes superficies extranjeras en nuestro territorio? ¿Por qué la renta per cápita de algunos países no crece en el tiempo sino que se estanca? ¿Es conveniente controlar por ley los alquileres?
Ante estas preguntas, caben diversas opciones. La primera es la búsqueda de información y el estudio a fondo del problema para entenderlo en profundidad, lo que normalmente requiere el análisis de datos estadísticos y la investigación sólida y puntera, a partir de los conocimientos que sobre el tema posee la comunidad científica. A esta etapa debe seguir la divulgación a la sociedad de los resultados obtenidos, explicando en qué puntos hay consenso entre los expertos y en cuáles se discrepa. Por cierto que la divulgación es un terreno en el que los economistas podemos mejorar de modo manifiesto, aunque también es cierto que hemos avanzado.
Otra opción consiste en optar por explicaciones mucho más simples (y por tanto incompletas cuando no erróneas) pero con mejor venta, ya sea porque caben en un tuit o story de Instagram, o porque cuadran con determinada ideología, o porque van a ser bien recibidas en un determinado nicho potencial de votantes.
Así, se vende muy bien en determinados ambientes la idea que las multinacionales son los vestigios del capitalismo imperialista; o que los países pobres son pobres porque han sido esquilmados de sus recursos por los ricos; o que el problema de la vivienda se resuelve frenando la subida de los alquileres, o que el Ibex es el culpable de todos nuestros males.
Al elegir la segunda opción se olvida que, de acuerdo con la evidencia empírica de los últimos treinta años, la Inversión Directa Extranjera facilita la mejora del capital humano del país receptor, la difusión de tecnología puntera y el crecimiento de su PIB. O que, a tenor de los avances recientes en la teoría del desarrollo, el crecimiento requiere capital humano, políticas económicas acertadas, instituciones políticas que funcionen y espíritu emprendedor. O que el mercado inmobiliario está trufado de rigideces y distorsiones, además de ser muy heterogéneo y poco transparente, como se explica aquí. Se sacrifica la veracidad y el rigor en aras del marketing.
La frivolidad en los diagnósticos, análisis y propuestas no es inocua sino dañina. Como la historia muestra con tozudez, las medidas que se basan más en criterios ideológicos y políticos que en razones técnicas hacen retroceder décadas al progreso y bienestar de los ciudadanos. Ignorar la evidencia empírica reciente y el consenso de los expertos equivale a continuar bajando la fiebre mediante sangrías o sanguijuelas, en lugar de tomar una aspirina, o a defender que la tierra es plana, cerrando los ojos a la experiencia de siglos de astrónomos, cartógrafos, geógrafos, navegantes, viajeros y pilotos de avión, entre otros.

Explota las emociones y el sentimiento
El paso siguiente es reciclar el descontento hacia sentimientos de animadversión, exclusión, envidia y odio. Las explicaciones simplistas dividen al mundo en buenos y malos – una vez más, sin matices de grises- provocando reacciones emocionales exageradas.
Con frecuencia, los debates y argumentaciones fríos y racionales se sustituyen por dialécticas que conducen al encasillamiento, las críticas ad hominem y las descalificaciones. Se convierte al que discrepa en enemigo, y se le coloca en una categoría semántica maldita – machista, racista, rico, élite, casta, explotador – lo que corta de un plumazo las discusiones: si no condenas a los bancos eres un despiadado capitalista. Si no defiendes a los manteros eres un racista. Si trabajas en una multinacional eres un explotador.
El proceso se retroalimenta, dando lugar a la crispación, el enfrentamiento e, incluso, la violencia.
Miles de años de historia han enseñado que de ordinario los problemas no se resuelven creando un conflicto mayor mediante la crispación, el odio o la violencia. Quizá se solucionaban así las diferencias en el Paleolítico, cuando dar un garrotazo al que te había robado el bisonte era la única manera de dar de comer a tus hijos. Afortunadamente, la humanidad ha progresado mucho desde el Paleolítico. Ya no cazamos bisontes ni vivimos en cuevas, de modo que podemos dirimir las diferencias como gente civilizada.
En el caso del populismo de izquierdas, la llamada a la confrontación y la violencia no es casual: su modelo de negocio se basa en generar enfrentamiento, de modo que se canalicen las energías hacia la revolución. Y es que la influencia de Hegel y, sobre todo, de Marx, es patente. La lucha de clases de obreros contra patronos se reinventa y actualiza para adaptarse al mundo moderno: el Ibex contra los mileuristas, la casta contra el resto de los ciudadanos, los países ricos contra los pobres, el centro contra la periferia (esta dicotomía se acuñó con éxito por el estructuralismo latinoamericano a mediados del s. XX), los jóvenes contra los pensionistas.

Paradójicamente, en Reino Unido no ha tenido éxito el populismo económico (aunque sí el populismo anti Europa), a pesar de que la revolución industrial creó un caldo de cultivo favorable, como describieron magistralmente los novelistas del s XIX, desde Charles Dickens a Elisabeth Gaskell. Una posible respuesta es que la formación de una clase media sólida invalidó la descripción dicotómica de la realidad en blanco y negro. En la Gran Bretaña de los últimos siglos no existían solo mansiones impresionantes y fábricas malolientes, aristócratas y mendigos, joyas y harapos, sino también barberías, importadores de vinos, comerciantes de especias y talleres de bicicletas. Esto se puede comprobar visitando el fascinante Museo de Londres y su calle victoriana llena de tiendas y establecimientos.
En conclusión
El populismo capitaliza el descontento reciclándolo en forma de crispación, genera análisis simplistas y exprime la faceta emocional. ¿Cómo combatirlo? No hay un remedio milagroso. Ahora bien, la vía idónea parece estar relacionada con aquello que lleve a promover el conocimiento y el análisis, cultivar la reflexión, la investigación y la difusión del saber, fomentar el diálogo, tender puentes y rebajar la crispación.
Muchas gracias. Me ha gustado mucho y me ha ayudado a pensar
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