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Chocolate amargo: reinventarse o morir

Una tarde fría de otoño en un bello pueblo de la sierra madrileña. Un grupo de personas deambula por el lugar, buscando donde calentarse y tomar algo apetecible. Ven una chocolatería y no lo dudan. Entran y… vuelven a salir descorazonados. En la puerta les para una especie de bulldozer con delantal y sin educación, que dice con muy malos modos: “Está completo”. Los potenciales clientes preguntan tímidamente si pueden tomar algo en la barra. La bulldozer niega, siempre con cara de pocos amigos. Uno de los potenciales clientes, economista, se harta y le dice “acaba de perder cuatro clientes, señora, más todos aquellos a los que contemos esta historia” (los clientes, por cierto, tienen muchos amigos en ese pueblo, en el que han veraneado ellos, sus padres, sus primos y sus abuelos toda la vida, y donde ahora recalan otras generaciones de la familia en puentes y vacaciones; la bulldozer, probablemente, ignora este detalle). La bulldozer no se inmuta: “Qué me importa a mí perder clientes, si tengo la tienda llena”. Excelente conclusión, plena de visión de futuro y optimismo.

Una mañana de sábado en un Zara de Madrid, Amsterdam o Londres aunque podría ser, probablemente, de cualquier ciudad española – y de muchas, incluso, del mundo – . La tienda, un hervidero de personas de todas las edades, países y modalidades (con o sin niño pequeño, con o sin chador, en grupos o en parejas…). Los probadores, a tope. Los empleados, desbordados, pero sin perder la sonrisa ni la educación. Doblan un jersey por aquí, colocan unos vaqueros por allá, unos cobran con bastante eficiencia, otros rellenan el lineal… ninguno molesta a los clientes y todos colaboran a que comprar en Zara, a pesar de las muchedumbres, no sea una pesadilla sino, para los que lo deseen, una lección de marketing.
¿En qué se distingue la bulldozer chocolatera del dueño de Zara y sus empleados? En muchas cosas, desde luego, pero yo destacaría varias: la primera no sabe, al parecer, lo que es competir. Los segundos sí, y mucho. No en vano tienen tiendas en todo el mundo, desde EEUU a Japón pasando por Polonia y China. La bulldozer vive al minuto. Su máxima vital y financiera es el carpe diem. Zara vive mirando al futuro. La máxima vital y financiera podría ser “cuido a los clientes porque ellos me dan de comer, y porque en cualquier momento pueden dejar de venir a Zara e ir a Mango, H&M, Saks 5th avenue, Gap, Benetton, Bloomingdales o Printemps”. O incluso comprar por Amazon. En definitiva, la chocolatera todavía no sabe que el mundo es redondo. En Zara saben que el mundo no sólo es redondo sino bastante pequeño, tanto que no hay prácticamente espacio para tantos establecimientos. Si no peleo hasta el último cliente empiezo a acercarme al abismo.
Simplificando mucho, estos ejemplos resumen la situación de nuestro sistema productivo. Cada vez son más, como ponen de manifiesto las cifras de nuestra balanza comercial, las empresas españolas – sean de acero, energía, real estate, finanzas o chicles – que han aprendido a competir, primero con los del barrio, luego con los de la ciudad, más tarde con la comarca, a continuación con todo el país y al final con el mundo entero. Hay otras empresas que, dolorosamente, van saliendo del ámbito local y comienzan su expansión nacional. Un poco tarde algunos sectores, pero más vale tarde que nunca. Un grupo, mientras tanto, se mira el ombligo. No sólo es que no salgan a competir a un radio más allá de 100 metros a la redonda, es que no se les ocurre que cualquiera puede poner un negocio similar a 10 metros de su puerta. Y a lo mejor, el competidor vende más barato. Y a lo mejor, el productor es de mejor calidad.  Y a lo mejor, el trato al cliente es superior.

Estamos en la era de las redes sociales, el Internet de las Cosas y el Big Data. Todo esto está muy bien. Para llevar un negocio, sin embargo, hay que disponer de sentido común y olfato empresarial antes que de Big Data. De lo contrario se perderá pie  en un entorno cada vez más competitivo, y no se podrán  anticipar amenazas y  aprovechar oportunidades.

¿Qué hará la chocolatera el día que alguien, ya sea chino, malayo o hispano, ponga un Mc Donald’s, una pastelería o un bar en la esquina de su calle?¿Acusará a los malvados capitalistas internacionales de robarle sus garbanzos?  ¿Despotricará contra las multinacionales que invaden y humillan, con su imperialismo, la economía local?  ¿Criticará a los emigrantes y al gobierno? (esto último, siendo española, seguro). Las posibilidades son infinitas. Lo que no creo que haga la buena señora es pensar que ella, ella solita, tiene la culpa. Por su falta de visión empresarial, por su mentalidad a corto plazo, por su chulería y por sus malos modos. No se le ocurrirá recordar al grupo de clientes que echó con caras destempladas de su establecimiento, y a otros muchos a los que, presumiblemente, habrá hecho lo mismo.

Me temo que el chocolate se le volverá amargo. Cerrará la tienda y, con lo que quede en caja, se irá a comprar – ¿lo adivinan? – al Zara más próximo.
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